Monday, June 16, 2008

¿Cómo se llama?


En los días antes de la Navidad, en una de las calles gigantesca de la Ciudad de México, pasé por El Globo, una panadería “internacional” que sirve pan dulce, galletas y, lo más importante, donuts. Hacía cuatro meses que llegue a México, y después de quejar sobre la comida que no podía comer, una familia en mi casa que le enojé, y una investigación académica que no podía completar, mi profesor me dijo, “Tienes homesick, John”. Los días antes de la Navidad, no pasé solamente para los donuts estadounidenses o las canciones de los Carpenters y Nat King Cole, “Jingle Bells” y “Rudolph the Red-Nosed Reindeer” que repitieron en la música ambiente. Quise pasar por una tienda donde no dijeron mi nombre, solamente “5 pesos, señor” y “Muchas gracias”,
En el proceso de aprender el español, siempre hay el problema del nombre. La persona “John” es siempre John por todo el mundo, es una característica que siempre traigo como mi cara o mi familia. Pero John no es John en un lugar donde la palabra “John” no existe. En mi 11 años de aprender el español, mi nombre ha sido transformado, manipulado y obliterado, todo para lograr algo que casi no pude lograr. Y en recontar el viaje de mi nombre en mis experiencias con el español, pude ver las problemas – y las posibilidades – del lenguaje.
Mis primeras años con el español fueron casi inútiles. Nos sentábamos en las sillas, situados en redondas chiquitas para promover la “discusión”. Nadie quiso aprender una lenguaje diferente en mi prepa, donde nuestras profesoras gritaban a narcotraficantes que andaban al otro lado de los paredes. En cada clase de español, nos sentábamos en las sillas de Sra. Vermullen y practicábamos el vocabulario, los formas del verbos, hablar y escuchar, cada vez copiando la tarea del otro estudiante para sobrevivir.
El tema constante en la clase fue la inmersión. Por una hora cada lunes, miércoles y jueves, teníamos escapar los Estados Unidos para un país latinoamericano –cuál país exactamente, no sé. Había frutas tropicales de cera y animales de la selva, y cada bandera de cada país hispanohablante fue representado en un cartel grande con un mapa.
Parte de la transformación fue el “nombre español” que tuvimos que adoptar cada año. Mi nombre favorito fue Sergio, y el año después fue Juan. Cuando Sra. Vermullen me dijeron Sergio o Juan, esperó que revisara mi mente para funcionar en un lugar totalmente hispanohablante. Pero revisar el nombre no hace nada cuando no pude decir, “¿Adónde vas?” Siempre me confundió que la clase de Sra. Vermullen era la clase para los estudiantes de drama también. Cerca del cartel para los banderas hispanohablantes fue diseños para obras de teatro y los disfraces de la comedia nueva – todos sus proyectos y planes estaban todos para ver. La inmersión era una ilusión para los estudiantes, pero no funcionó porque cuando entrábamos la tienda, no imaginamos lo hispanohablante, sino una clase en una escuela. No podemos escapar la realidad que estamos en un cárcel académica, dónde solamente imaginamos la posibilidad de cada bandera, de viajar y buscar algo nuevo.
Pero cuando fui al DF para estudiar el arte, mi nombre fue totalmente borrado. Para un Mexicano que no sé nada del ingles, era imposible decir “John” sin problemas. El J es como un H en ingles, pero el O después está bien. Pero hay el H que nadie lo pronuncia, y por lo menos hay el N para estabilizar todos. El resultado parece como “Yawn” en ingles, y después de unos meses, estuve cansado con mi nombre.
Por un mes, traté de revisar mi nombre para otro proceso de inmersión. Fui a un Starbucks donde todo el menú era en ingles. Quise un cookie, no una galleta. Hablé con el cajero y lo ordené, y me habló muy lentamente, cambiando entre el español y el ingles para ayudarme – “¿Y tu nombre señor?” “Juan”. Era un período cuando no pude hablar el español, cuando mi mente era en un proceso de romperse para reconstruirse, y vacilé entre Juan y John por un momento, entre aquí o allá en otro país. Últimamente, me dio el café y mi galleta, pero antes, tuvo que gritar mi nombre para buscarme. Y, orgullosamente, con una sonrisa que indica su sabiduría y sensibilidad para todo el mundo, gritó, “¡Juan!” Y cuando caminé a ello para tomarlo, leí la taza y dijo, “Kwon”.
El fin de semana después, tuve que escapar. Viajé con tres amigos a Zihuantanejo, un puebla chiquita, y un poco turística, cerca de la playa donde nadie supo mi nombre. Cuando llegue a la ciudad, nos dijeron que era el período de los huracanes. Llovió galones y era difícil navegar la ciudad sin mojarse.
La última noche, encontramos un grupo de cuatro mexicanos en la playa. Por un momento, no había problemas con la lluvia, pero la arena era muy mojado. Hablé sobre todos mientras que fumamos en la playa: la vida en México y la vida en los Estados Unidos, la música, las películas, nuestros sueños para el futuro.
Y últimamente, un mexicano me preguntó, “¿Cómo se llama?” Y esperé, viendo a mis amigos de los Estados Unidos, sonriendo porque supieron lo que pasó en el Starbucks tres días antes.
“Juan”
“¿Qué?”
“Juan”
“Ja, tú no eres Juan, ¡Eres John!”
Todos rieron excepto yo. Sonreí, avergonzado y rechazado.
Una chica me tocó en mi hombro, y me dijo, “No te preocupes, Juan.”
Fumamos y hablamos por toda la noche hasta que otra chica dijo, “¡Aver, las tortugas!”
Era la noche cuando las tortugas se arrastraron del mar para poner sus huevos en la playa. Marcharon como soldados ancianos con la misma misión por todas los siglos. Sus protectores al cielo, brillante en el claro de la luna.
Por el momento, no dijimos nada. Vimos a las madres que pasaron sin nombre, sin lenguaje. Y vi a la chica que tocó mi hombro, y la únicas palabras que me dijo era una sonrisa.

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